Principal área de desarrollo de textiles prehispánicos en los Andes Centrales
De la leyenda a la balsa de tumbesinos
No es de extrañar por eso que, desde antes que llegaran los
españoles al Perú, el codiciado país quedara envuelto en un sueño de oro. No se
sabía cómo era ni dónde estaba, pero ya el humanista Pedro Mártir de Anghiera
en sus Décadas, muchos años antes del descubrimiento del Perú, hablaba del mancebo
desnudo, hijo del cacique de Comogre, que escandalizó a los españoles al dar un
puñetazo y volcar el oro en polvo que estaban pesando en la balanza y les
reprochó que se preocuparan por tan poco cuando más al sur había cantidades
fabulosas: "todo aquel lado que mira al Sur desde las aguas vertientes de
las montañas cría oro en abundancia". El episodio lo recogen López de
Gomara y Las Casas, que hacen decir al mozo Panquiaco que hacia el sur había
"oro en mayor cantidad que hierro en Vizcaya".
No importa que Panquiaco no dijera verdad, ni que fuera una
estratagema para alejar del istmo a los codiciosos españoles, ni que las minas
de oro de que hablaba no estuvieran tan lejos sino casi al alcance de la mano.
Lo cierto es que desde entonces la alucinada esperanza de los expedicionarios
los estimuló a nuevas conquistas. Unos querían partir de Panamá hacia el
Poniente (los valles ricos y próvidos de Nicaragua). Otros hacia el Levante (la
que después se llamó con el inventado, o trastrocado, y en todo caso mestizo,
de Perú). "Hay nuevas de mucha riqueza", escribe precisamente al Rey
el Gobernador Pedrarias Dávila, en 1525, al comunicar el primer viaje de la
"armada de Levante" por el Mar del Sur, bajo la capitanía de
Francisco Pizarro.
La confirmación no vino sin embargo entonces, sino en el
segundo viaje, cuando el navío comandado por el piloto Bartolomé Ruiz encontró
una inesperada balsa con indios tumbesinos que navegaba lentamente por el
Océano Pacífico. La relación escrita al -parecer por Francisco de Xerez y
extractada en España por el Secretario del Emperador Carlos V, Juan de Sámano,
narra con frase sobria pero emoción auténtica esos momentos de sorpresa. Es el
primer contacto de la cultura de Occidente con la cultura de los Incas, que no
tiene como escenario la tierra sino el mar.
"Este navío -dice la relación-... tenía parecer de
cabida de hasta treinta toneles; era hecho por el plan y quilla de unas cañas
tan gruesas como postes, ligadas con sogas de uno que dicen henequén, que es
como cáñamo, y los altos de otras cañas muy delgadas ligadas con las dichas
sogas a do venían sus personas y la mercadería en enjuto, porque lo bajo se
bañaba; traía sus mástiles y antenas de muy fina madera y velas de algodón...
Traían muchas piezas de plata y de oro para el adorno de sus personas, para
hacer rescate con aquellas con quien iban a contratar, en que intervenían
coronas y diademas y cintos y puñetes y armaduras como piernas, y petos y
tenazuelas y cascabeles y sartas y mazos de cuentas y rosicleres y espejos
guarnecidos de la dicha plata, y tazas y otras vasijas para beber. Traían
muchas mantas de lana y de algodón y camisas y al jubas y alcaceres y alaremes
y otras muchas ropas, todo lo más de ello muy labrado de labores muy ricas, de
colores de grana y carmesí y azul y amarillo y de todas otras colores, de
diversas maneras de labores, y figuras de aves y animales y pescados y arboledas.
Y traían unos pesos chiquitos de pesar oro, como hechura de romana, y otras
muchas cosas; en algunas sartas de cuentas venían algunas piedras y pedazos de
cristal y anime. Todo esto traían para rescatar por unas conchas de pescado de
que ellos hacen cuentas coloradas como corales y blancas, que traían casi el navío
cargado de ellas".
El relato de Xerez -si es Xerez como parece- tiene la
asombrada objetividad, no del testigo de vista -que él no lo pudo ser, porque
no estuvo con Bartolomé Ruiz en ese viaje-, pero sí la del que recibió la
imagen viva de quienes fueron los felices participantes en ese episodio. Las
mantas de rica lana, las diademas y cintos y collares y petos y cascabeles de
oro y plata, que se cambiaron por conchas coloradas, y sobre todo la alta balsa
en que viajaban veinte hombres cobrizos, fueron el primer encuentro con el buscado
Imperio de los Incas. Y la balanza para pesar oro (hay una semejante, hecho de
plata y con platillos de oro, en el Museo "Oro del Perú") y las jarcias
y velas de la balsa revelaron el adelanto técnico y la organización social de
los pueblos peruanos
Capítulo IX
La región fronteriza ecuatorial
La región situada a orillas del golfo de Guayaquil forma,
junto con las tierras que rodean la bahía de Sechura y los valles del río de la
Chira, río de Piura y río Tumbes, el territorio más avanzado del Imperio chimú,
cuya línea fronteriza más septentrional debe establecerse en el curso del
último de los ríos citados o en la cordillera de Chilla (mapa núm. 1).
La ciudad de Tumbes, situada frente a la isla de Puna, fue
también la puerta de entrada de Pizarro y de los conquistadores españoles. En
este sitio trabaron los blancos su primer conocimiento con el país de los
chimúes y merece por tanto, la pena que nos detengamos con un poco más de
detalle en este encuentro histórico memorable, tal como lo describen los
cronistas de la época. Aunque los datos que estos dan difieran en algunos
puntos, no impide ello obtener, en su conjunto, un cuadro bastante exacto de lo
que sucedió.
Cuando [Bartolomé] Ruiz, el piloto de Pizarro, vio en 1526, por primera
vez, la ya citada embarcación india, con su gran vela cuadrada (página 8 y
sigs.), y abordó la misma, tomó contacto con los indios que se encontraban a
bordo. Eran hombres y mujeres de la región de Tumbes, a cuya ciudad pertenecía
también la embarcación. Algunos de ellos llevaban ricos aderezos; y traían
consigo los objetos más variados de oro y plata, trabajados artísticamente, con
los que comerciaban en las diferentes poblaciones del litoral. Lo que más llamó
la atención de los españoles fue los extraños indumentos de los indígenas,
consistentes en tejidos finísimos, bordados primorosamente, con dibujos de
animales y flores, en colores muy vivos. Se trataba de la suave lana de la
alpaca y de la todavía más delicada de la vicuña, de las que ambas superan en elegancia
a la de la llama, pudiéndose obtener de ellas telas tan brillantes y sutiles
que, cuando se mostraron en la corte española, muchas veces no se las pudo
distinguir de los tejidos de seda.
Los mercaderes también llevaban consigo algunas balanzas,
para pesar los metales nobles; se trataba de instrumentos que los europeos no
habían visto hasta entonces en ningún país americano, ni siquiera en Méjico. En
los museos se encuentran en la actualidad muchos brazos de balanza, bien
conservados, en parte muy delicadamente trabajados en hueso o madera y
provistos de refuerzos de plata repujada. Estos objetos, procedentes del
territorio chimú, están provistos muchas veces de diminutas tallas; y tienen
casi siempre, en el centro y en ambos extremos, perforaciones, de las que la
central servía para suspender la balanza, mientras que las laterales estaban
destinadas a llevar las cuerdas que sujetaban, bien dos pequeñas redes (lámina
XVIII), bien platillos metálicos, en los que se colocaban los objetos que
habían de pesar y las pesas necesarias, que eran, probablemente, de piedra.
Otros brazos de balanza muestran una perforación en toda su longitud, y
llevaban una cuerda dispuesta en el canal así formado, de modo que a un lado se
podía sujetar una red y en el otro la pesa correspondiente. Se encuentran hasta
balanzas con dispositivos para ajustes de precisión, sirviendo para este caso
dos pequeños discos en un anillo, para controlar la posición horizontal. De la
balanza romana, sobre la que informan posteriormente varios cronistas, no se ha
podido obtener hasta ahora hallazgo alguno en el territorio chimú.
Los mercaderes indios de Tumbes dieron a entender a Ruiz que
en su patria estaban los campos poblados por grandes rebaños de animales; y que
en los palacios de los soberanos de su pueblo eran el oro y la plata casi tan
corrientes como la madera. Se sobrentiende que los españoles escucharon con
suma avidez estos informes, que concordaban tan bien con sus propios deseos,
decidiendo el piloto, que aunque fuesen algo exageradas las narraciones,
convendría retener a dos de aquellos indios, para enseñarles el castellano, con
objeto de que más tarde pudiesen servir de intérpretes a sus compatriotas.
Pasó un año hasta que pudieron volver los españoles de nuevo
a aquellas tierras, tras muchas penalidades y fatigas, y todavía más en el
papel de precavidos y pacíficos exploradores que de conquistadores belicosos.
Cuanto más se acercaban al golfo de Guayaquil, tanto más les sorprendían los
signos de una mayor cultura, que se manifestaba a través del aspecto del país y
de sus moradores; hay que tener en cuenta que en las costas de Panamá y de
Colombia no habían encontrado sino salvajes, a veces hasta antropófagos. Por
todas partes apreciaban los efectos de la agricultura; y el litoral ofrecía un
aspecto más atractivo cada vez. En los llanos de la costa crecía el algarrobo;
y los arbustos balsámicos difundían a grandes distancias su dulce perfume.
Entremedias, aparecían grandes extensiones de terreno cultivado; en las colinas
crecían el maíz y las patatas; y las zonas más bajas lucían el adorno de las
floridas matas del cacaotero, oriundo de esta región.
El país aparecía cada vez más densamente poblado; y las
poblaciones se hacían visibles en las bahías y ensenadas, siempre que los
españoles doblaban una punta de tierra. De cuando en cuando rodeaban la nave de
Pizarro balsas que llevaban izada, como una bandera, una máscara dorada, y que
aparecían cargadas de guerreros indios. Pronto llegaron los españoles al golfo
de Guayaquil, donde los valles se distinguían por su extraordinaria belleza y
su fertilidad, mientras brillaban al sol las blancas chozas de los indígenas,
en la costa, y las columnas de humo que ascendían entre las colinas denotaban
la presencia de uní densa población en el interior. Los europeos veían frente a
sí los gigantescos picos, de más de 6.000 metros de altura, de la cordillera de
los Andes, que aquí se ofrece con mayor majestuosidad. Vieron el Chimborazo,
con su ancha y redondeada cima, que se levanta como la cúpula central de la
cordillera; y el Cotopaxi, con su cono de un blanco inmaculado, en aquellos tiempos
el volcán más activo y todavía en la actualidad el más alto de los que
presentan actividad en el planeta.
Tumbes se ofrecía desde el mar, en 1527, como una ciudad de bastante
amplitud con muchas casas de piedra, encuadrada en un paisaje maravilloso. A
cierta distancia de la orilla, vio Pizarro cómo se le aproximaban grandes
balsas, cargadas de guerreros, que, como muy pronto había de enterarse, habían
emprendido una expedición bélica contra la cercana isla de Puna. Cuando Pizarro
estuvo lo suficientemente próximo a la escuadra india, invitó, por medio de los
intérpretes que entre tanto había formado con las gentes traídas de Tumbes, a
que algunos de los capitanes de aquella tropa subiesen a bordo de la nave, a lo
que estos accedieron.
Contemplaron con asombro todos los objetos que veían a su
alcance; pero su mayor sorpresa fue, sobre todo, el encontrar tan inesperadamente
a sus propios compatriotas. Estos les contaron el modo en que habían caído en
manos de aquellos hombres extraños, describiéndolos como una especie de seres
extraordinarios, que habían llegado a Tumbes sin ninguna mala intención, pues
no querían sino conocer aquella tierra y a sus moradores. Esto fue confirmado
por Pizarro, que invitó a los indios a regresar a sus balsas, para que
informasen a sus conciudadanos de lo que habían visto y oído. Pizarro insistió
también en que quería establecer un intercambio amistoso con los indígenas,
rogando que le entregasen víveres.
Entre tanto se había amontonado en la orilla gran parte de
la población, que contemplaba con inexpresable sorpresa aquella fortaleza
flotante, que había lanzado el ancla en las tranquilas aguas del golfo.
Escucharon con avidez lo que les contaban sus compatriotas, informando
seguidamente de ello al cacique de la ciudad. No tardaron mucho en traer
plátanos, maíz, batatas, almendras de cacao y otros productos de la tierra, así
como caza, pescado y algunas llamas, de las que Pizarro no había visto hasta
ahora sino dibujos muy primitivos, pero ningún ejemplar vivo. Las examinó con
el mayor interés, pues se trataba de un ser extraordinariamente curioso para
los españoles, quienes lo denominaron “el pequeño camello de los indios”.
Al día siguiente fue enviado a tierra Alonso de Molina, acompañado de un negro que traían de Panamá, para que llevara al cacique de la ciudad presentes consistentes en cerdos y aves, todos ellos animales desconocidos para los indígenas. Molina no se hartó de narrar cosas verdaderamente maravillosas. Ya al tocar tierra le rodearon los indios, que manifestaron su máxima sorpresa por su indumento, lo blanco de su tez y, sobre todo, por la longitud de su barba. Aquellos indígenas imberbes no habían visto jamás en su vida a un personaje tan extraño. Sobre todo las mujeres manifestaron una gran curiosidad por Molina; y hasta quisieron retenerlo consigo.
No era menor la extrañeza por el color negro de la piel de
su acompañante. No querían convencerse de que era natural; y trataban de quitar
con sus manos la pretendida pintura. Como el africano se dejaba hacer esto, con
el buen humor que le distinguía, iluminando la sonrisa de su cara la blanca
fila de sus dientes, no tuvo límites el alborozo de los indios. También
examinaron con gran curiosidad los animales que habían traído los españoles, y
que les eran totalmente desconocidos. Cuando el gallo lanzó, con fuerza y claridad,
su orgulloso quiquiriquí, batió palmas todo el pueblo humilde que se había
reunido, preguntando qué es lo que había dicho.
Olvidamos en nuestros días con demasiada facilidad la
influencia enorme que hubieron de tener sobre los indios todas estas extrañas
cosas, y lo mucho que debió contribuir a que se realizase la conquista del país
con relativa facilidad. Existe un hecho no menos expresivo y muy emotivo por su
ingenuidad, que sucedió durante una de las incursiones anteriores de los
españoles en tierras más septentrionales. Dejaron estos en una aldea india,
tras de haber reposado en ella, un caballo enfermo, que los indígenas
consideraron como un ser superior. Le llevaron a una casa y le ofrecieron toda
clase de alimentos que quizá hubiesen deleitado a un hombre: aves asadas y toda
clase de bocados exquisitos hechos con carne, ante los cuales el pobre animal
murió de hambre lamentablemente.
Los compañeros de Pizarro comprobaron también, con gran sorpresa,
durante su marcha hacia Quito, que los indios, al ver por primera vez a los
guerreros montados a caballo, no comprendieron que se trataba de dos seres
distintos. Creyeron más bien que era un monstruo con dos cabezas, no
descubriendo su error hasta que uno de los jinetes cayó de su cabalgadura,
motivo por el cual, precisamente, corrieron grave peligro los españoles.
Molina, el enviado de Pizarro, fue conducido en Tumbes a la vivienda del cacique de la ciudad, casa que encontró maravillosamente amueblada y decorada, con ujieres en las puertas y un gran lujo en objetos de oro y plata. Le fueron enseñadas solícitamente diferentes partes de la ciudad india, entre ellas la fortaleza construida con piedras sin tallar, de la que Cieza de León informa que, aunque era de poca altura, ocupaba una gran superficie. Es esto muy corriente en la mayor parte de las edificaciones indias, que no alcanzaban sino a lo sumo dos y muy pocas veces tres pisos de altura, hasta en la época posterior de la dominación incaica. Cerca de esta fortaleza se encontraba un templo que, según el relato de Molina, brillaba de oro y plata.
Esta descripción le pareció tan exagerada a Pizarro, que al
día siguiente envió un segundo mensajero de toda su confianza. Eligió para ello
al caballero griego Pedro de Candía. Se le llevó a tierra ataviado con toda
su armadura, como convenía a un noble, llevaba su espada y hasta un arcabuz. Su
aparición causó entre los indios todavía mayor sorpresa que la de Molina,
puesto que el sol arrancaba brillantes destellos del arnés y de las armas. Los
intérpretes les habían contado mucho de la horrible arma de fuego; y rogaron al
emisario la hiciera hablar para ellos. El resplandor del fogonazo, el fuerte
estampido del arcabuz y el astillamiento de una tabla por efecto de la bala
disparada, no dejaron de impresionar a los indios, de modo que los blancos
pudieron estar por lo pronto bien seguros de que se les tendría un profundo
respeto.
También Pedro de Candía, hombre de confianza de Pizarro, describió
el templo como totalmente cubierto de planchas de oro y plata, informando
también que la fortaleza estaba rodeada por una triple hilera de murallas. Vio
el convento de las Vírgenes del Sol, de creación incaica relativamente
reciente; y encontró allí muchas reproducciones plásticas de frutos, que no
eran sino objetos de arte similares a los que en la actualidad se encuentran en
muchos museos representando el estilo tardío de los chimúes. Muy importante es
también que durante su estancia en la ciudad pudiese comprobar Candía la
existencia de una tupida red de conducciones de agua, que garantizaba un
suministro perfecto, lo cual coincide totalmente con la información que se ha
recogido de las excavaciones hechas en otras ciudades, sobre la época final de
la cultura chimú.
Cuando en 1532, volvieron los españoles a Tumbes, ahora
como conquistadores, estaba la ciudad casi totalmente destruida con la
excepción de muy pocos edificios. El gran templo y la fortaleza habían sufrido grandes
estragos; y estaban completamente desprovistos de su decoración interna. Las
gentes de Tumbes habían estado, una vez más, en guerra con los habitantes de la
isla de Puna, sus eternos enemigos. Los soberanos de esta isla eran los Tumpala
o Tumala, que consiguieron mantenerse en cierto modo independientes hasta 1570,
o sea ya en tiempos de la dominación española; les había favorecido la poca
importancia de su isla y su infatigable belicosidad. Salazar de Villasante
cita, hasta en 1573, a don Diego Tómala y a su hijo como soberanos de la isla,
hablando de ellos como de buenos cristianos.
En toda la región no predominaba la lengua mochica como idioma principal, sino un dialecto, que denomina Calancha, en un informe bastante impreciso, la “lengua sec”. Parece ser, sin embargo, que “sec” es un término del idioma tallan, hoy desaparecido, y no significa sino de un modo muy general “discurso” o “idioma”. Es muy frecuente, que, al interrogar a los indios, se obtenga de ellos una respuesta de carácter muy ambiguo en lugar de la expresión de un término concreto, debido ello, probablemente, a que muchas veces tienen que adivinar lo que quiere averiguar el interrogador. En la palabra “sec” se encuentra una raíz muy antigua, que aparece en torno al planeta en múltiples idiomas, y que significa “hablar”. En el alemán la encontramos en “sag-en” (decir). Como de toda esta lengua no se conservan, con cierta seguridad, más de cuarenta o cuarenta y cinco palabras, creemos que no merece la pena insistir más en ello.
Las gentes de Tumbes constituían un estado enclavado entre
sus vecinos del Norte, pueblos belicosos, pero poco cultos, de la costa
ecuatoriana, y los no menos guerreros, pero civilizados súbditos de los
chimúes, en el Sur; y por esta razón habían logrado mantener siempre cierta independencia,
hasta en el Imperio de los incas. Conservaban rígidamente sus viejas costumbres
y usanzas y eran un pueblo de los trópicos, todavía bastante salvaje y
agresivo. Los soberanos entretenían a muchos bufones, cantores y danzarines en
su corte; no eran raros los vicios perversos; y se realizaban en su país más
sacrificios humanos que en el territorio chimú, propiamente dicho. Estos
habitantes de las regiones fronterizas eran, sin embargo, agricultores muy
laboriosos y muy conocidos por su habilidad en el arte de tejer.
Aunque en tiempos del mayor esplendor de su Imperio fuese el
chimú de Chan-Chan el soberano teórico de Tumbes, puede decirse que su verdadera
autoridad empezaba en los densamente poblados valles de los caudalosos ríos Chira
y Piura, situados inmediatamente más al Sur. El último de ellos recibe en su
curso superior el nombre de río Huarmaca y en su desembocadura el de río de
Sechura. En estos valles los hallazgos arqueológicos constituyen una prueba
irrefutable de la enorme influencia que tuvo allí la cultura de Chan-Chan en su
fase más tardía.
En el valle del Chira, lo mismo que en el del Piura se
encuentran las primeras pirámides, hechas de adobes, material tan
característico para la arquitectura chimú. El río de Chira tiene su origen en
territorio ecuatoriano. Procede de los dos lagos Mamayacu y Huaringas, y
desemboca en el mar a unos 20 Km. al norte de Paita, siendo tan caudaloso que
su curso inferior es navegable.
La parte meridional del curso superior del Chira lleva en la
literatura más antigua el nombre de río de Quiroz, apareciendo señalado en los
mapas más modernos como río de Quiroy, lo cual es, en esencia, la misma
denominación que tiene su curso inferior; mientras que otro brazo más
septentrional de su curso superior, recibe, después de la bifurcación de los
valles, el nombre de río Catamayo. Entre estos dos ríos se encuentra, en el
antiguo valle de Quiroz, la llamada Huaca de Chira, cerca de Sujo (mapa núm.
1).
Era esta la residencia de uno de los doce soberanos, sobre
los que también existe una leyenda en el valle del Chira. La longitud de su
base es de 120 metros, de Norte a Sur, y de unos 90 metros de Este a Oeste.
Desde la terraza superior de esta pirámide triescalonada, debe haberse ofrecido
un panorama maravilloso en tiempos de los chimúes, puesto que a sus pies se
abre el fértil y amplio valle, teniendo como fondo la silueta de la cordillera
de Amotape o La Brea, que se recorta en la lejanía contra el cielo.
La pirámide está construida de adobes mezclados con tierra.
En la tercera plataforma se encuentran curiosos restos de muros, que se estrechan
fuertemente hacia arriba y que repiten, por tanto, en pequeño, la tendencia de
toda la construcción. Tienen en su base una anchura de más de tres metros y
alcanzan una altura de apenas cinco. Originalmente estaban estos muros
pulcramente recubiertos de argamasa o arcilla, sobre la que todavía se
conserva, aunque muy desgastada, una pintura de tintes azules. Posteriormente
se los tapó con grandes cantidades de ladrillos toscos, por lo que finalmente
aparecía también la tercera terraza, igual que el resto de la huaca,
constituida uniforme y firmemente de una mezcla de adobes y tierra.
En toda la costa se repite con mucha frecuencia este brutal
recubrimiento de obras anteriores, que los convierte en un montón artificial de
tierra. Los nuevos soberanos nunca se mostraron interesados por conservar lo
existente, pues solo aspiraban a que imperase su original estilo, manifestando
así audazmente la voluntad de su propio deseo de existir. Esto sucede siempre
en todas las culturas verdaderamente originales.
En toda la región se han descubierto obras de cerámica del
estilo primitivo, que demuestran que estas tierras se encontraron, ya en las
épocas más antiguas, bajo la influencia de los chimúes. La mayor parte de los
hallazgos pertenece, sin embargo, al estilo tardío, que celebra luego, en la
región de Lambayeque, verdaderos triunfos. En diferentes colecciones
particulares existentes en Piura, la primera ciudad fundada por los españoles
en el Perú, se encuentran también varias vasijas halladas en los alrededores de
aquel lugar, fabricadas de arcilla roja, pero con cuello blanco, sobre la que
se ha pintado, con un tono pardo negruzco la ornamentación que llamamos
cursiva. El resto de la cerámica pertenece al estilo tardío típico, de un
solo color, que, en este caso especial, tiene el cono rojo oscuro de la arcilla
fuertemente cocida. Estos ejemplares son muy frecuentes, porque en ambos valles
vivía una población numerosa, en los últimos tiempos del Imperio.
Para completar nuestra descripción, queremos señalar que
entre los hallazgos se encuentran también algunos pertenecientes al estilo de Chavín,
que han sido objeto de muchas polémicas en la literatura. Esto no debe
sorprendernos, sin embargo, si se tiene en cuenta lo que se dijo en la página
92 sobre la importancia de este estilo en el Imperio chimú, y se observa en el
mapa que el río Quiroy penetra profundamente en la cordillera, donde ofrecía
condiciones favorables para una colonización.' Una influencia semejante de
elementos estilísticos y el trasiego de toda una serie de objetos de cerámica,
procedentes de la Ceja de la Costa, se repite en el siguiente río, que penetra más
profundamente en las montañas, el Jequetepeque, y en el valle de Pacasmayo,
asociado al mismo (mapa núm. 2).
Como el estilo tardío se manifiesta en esta región
fronteriza en forma de numerosos objetos de cerámica, lo describiremos, a
continuación detalladamente como colofón de este capítulo. El estudiarlo en
primer término lo consideramos tanto más justificado cuanto que tiene sobre el
estilo primitivo o el arte maduro una gran nitidez realista y pocas pretensiones
simbolizantes.
La forma netamente abombada, que descansa plenamente sobre
su base, expresa de modo inequívoco en el arte tardío que con ello se quería
albergar en el recipiente la mayor cantidad posible de líquido. Por lo demás,
queda de manifiesto el agotamiento de la capacidad ornamental de una época
cultural en trance de acabarse. Las paredes de las piezas de cerámica se cubren
muchas veces con un sistema de formas que muestra todavía un curioso nexo con
los antiguos símbolos, pálidamente reflejados por una ornamentación puramente
naturalista, que se manifiesta con imágenes estilizadas de plantas y animales.
Todo infunde una sensación de pesadez que contrasta con la
ligereza y finura de líneas que caracteriza las obras de las fases anteriores.
El conjunto es fuerte y pujante, mostrando únicamente una mediana cohesión en
un perfil difuso y pintoresco. Predominan las formas de recipientes cerrados; y
faltan, casi por completo, las fuentes abiertas que ofrecen libremente a la
vista su contenido. Estas están reservadas al arte de los incas y pertenecen al
estilo de Cuzco, de características muy diferentes. La forma de los recipientes
es tan pesada como apagado su colorido. La arcilla no tiene el adorno de una
pintura multicolor, sino que su superficie se recubre solamente de una especie
de esmalte, que consiste, según las investigaciones químicas, en una masa muy
similar al material empleado en todo el conjunto. Se distingue solamente de
este en que aumenta su contenido en carbono, siendo este elemento el que
contribuyó a que concluyera el proceso de oxidación en la superficie de esas
piezas.
Los ejemplares de cerámica pardo-rojizos que se encuentran
en esta región fronteriza se parecen, con excepción del color, a todos los
demás que forman parte del estilo tardío y que son, predominantemente, de color
negro. Lo más conveniente es clasificarlos todos bajo el concepto de cerámica
monocolor. Su carácter es tan marcado, que se la reconoce inmediatamente en
toda colección de antigüedades peruanas. La mayor parte de ellas consiste en
arcilla negra, de la que se destacan, casi siempre, las figuras y los adornos
en forma de relieve (láminas XXIII y XXIV).
Esta arcilla negra, de color gris oscuro o pardo-rojizo,
resiste en la cocción elevadas temperaturas, porque contiene generalmente
bastante grafito o materias similares. La proporción de silicio asciende, casi
siempre, a más del 60 por 100; la del aluminio oscila entre el 10 y el 20 por
100. El hierro está presente en un 4 al 9 por 100, mientras que el magnesio, el
potasio y los carbonates importan menos del 10 por 100; y solo hay indicios de
manganeso y níquel.
Por otro lado, es cierto que la cerámica monocolor era
conocida también por los chimúes primitivos, y que se fabricó en la costa septentrional
durante muchos siglos. Entre el material más antiguo se encuentra en una
proporción del 3 al 5 por 100, mientras que asciende al 75 por 100 en el estilo
tardío. En muchos de los hallazgos esta proporción facilita la determinación de
la época cultural a que pertenecen.
Muy característicos del estilo chimú tardío son los recipientes unidos entre sí por barras rectas; y lo es también el predominio de botellas dobles sibilantes, que recibieron de los españoles el nombre de chifladuras. También se encuentran, en ocasiones, en los objetos del estilo primitivo, debiéndose situar entonces en curioso paralelismo con los que se han hecho en Centroamérica en la región zapoteca y en Guatemala.
En los últimos siglos que precedieron a la conquista estuvieron muy difundidos en toda la costa peruana. En las formas más diversas de la cerámica, pero preferentemente en las cabezas de monos y papagayos, o sea de animales imitadores del hombre, se encuentran practicados orificios que producen un sonido sibilante o un gorgoteo cómico, cuando vierte de ellos el agua por un lado, entrando, por consiguiente el aire por el otro extremo. Sería interesante conocer la opinión de aquellos que sostienen que toda esta cerámica estaba destinada a acompañar a los muertos en las tumbas, respecto a estos efectos tan curiosos, que no pudieron ser inventados sino para que se manifestasen en el empleo de los utensilios en la vida cotidiana.
En el arte plástico tardío se representa al hombre muy raras veces; aparecen casi siempre solo formas de animales, frutos y plantas. A consecuencia de la generalización cada vez mayor del tráfico, se inclina este estilo tardío, en su conjunto, a adoptar formas más meridionales, entre ellas los pitorros dobles de los recipientes de Nazca, unidos solamente por un asa (láminas XLV, arriba, y XLVII). En la zona de transición de la parte central de la costa cambian los tubos su forma antigua y armónica, alargándose, aunque con ello pierdan bastante de su belleza. El gusto por la repetición de las formas lo heredó el estilo tardío del primitivo. Se revela en los recipientes dobles y múltiples, que se encuentran acoplados unos a otros o sobre otros de las maneras más dispares, sin que tengan, sin embargo, la expresión tan enfática de la época primitiva, pues han perdido mucho de su esencia y de su intuición artística.
Mapa Nro. 01
Texto proveniente de:
Arte y cultura preincaicos. Un milenio de imperio chimú
Hermann Leicht
Madrid, Aguilar, 1963, págs, 121-131