jueves, 19 de diciembre de 2013



La comarca de las alasitas
Luis Pacho


Los mayores van a la feria ritual a llevarse en pequeño lo que quisieran
tener en grande; un carro, una casa, ropas de fiesta, ropas íntimas,
títulos profesionales, zapatos, y cargan con unción con verdadera Fe lo
que está al alcance de la mano. Muchos compran un Eqeqo, patrón de
la fiesta, rey inequívoco de los comerciantes, Dios de la alegría y
heredero legítimo de los dioses del antiguo Perú.
(Antologia del Ekeko - Omar Aramayo)




Rodeado de cerros de regular altura y a orillas de un lago plateado, el más alto y navegable del mundo; Puno, es una ciudad de calles angostas, casas con paredes de adobe y techos de calamina, y muchas otras construidas con ladrillo y cemento. Desde el aeropuerto de Ventilla, ubicado en un extenso promontorio, Charles contempla embelesado la geografía que tiene frente a sus ojos: el cielo copiándose en un extenso espejo de agua cristalina surcado por pequeñas embarcaciones. Sabe que de ese lago, según la leyenda, habría emergido la pareja mítica que fundó el imperio más grande de Sudamérica. Lamentó que esa historia y cultura milenaria que anualmente atraía a cientos de turistas, contrastara con el trafico desordenado y la cantidad de vendedores ambulantes apostados en sus plazas, parques y avenidas. Abstraído, pero sin perder de vista el paisaje, desciende en una combi, vehículo de procedencia nipona que despide más hollín que comunicación con señales de humo de los originarios Cheyennes o Siuox.
Luego de instalarse en un hotel céntrico de la ciudad, a eso de las cuatro de la tarde ingresa por la bocacalle de la Avenida Floral, junto a otros "crudos" como los conocen. Un mendigo le extiende la mano, el no piensa en dar limosna, pero no olvida la recomendación del guía: estar atento a cuanto ojo se pose en él. A esa hora, la avenida es un mercado hacinado de compradores y vendedores. Ve que algunos vuelven con las manos llenas, y otros, como el, caminan ansiosos como si buscaran algo que no encuentran, y muchos solo preguntan los precios de los productos que se exhiben en las hileras de centenares de puestos de venta improvisados a lo largo de la calzada. En ese mar de gentes, destaca su figura espigada y su rostro albo y se pregunta por qué tuvo que venir a estas tierras frígidas y lejanas, cuyos habitantes recién parecieran sacudirse de su cascara   indígena.   Por   algún altoparlante escucha voces que lo llaman,  palabras   ininteligibles que le hablan acerca de la buena suerte. Charles piensa que algo de eso busca también. Piensa que tal vez en la superstición de estos pueblitos   ignorados   hallara   el refugio o la solución a sus problemas.   ¿Quizás alguna fuerza natural lo trajo hasta aqui? El sabe que no, ocurre que desde hace varias   décadas,   la   universidad donde estudió ha decidido sorber la savia vital del conocimiento en los tuétanos de América Latina, el África meridional o algún rincón   inexplorado   del   Asia continental. El decidió por el Sur de América, cuando se enteró por un informe del The New York Times que en los primeros días de mayo, esta ciudad conocida como la Capital Folklórica del Perú, vivia el climax de un acontecimiento singular en el calendario turístico: La feria de las Alasitas o la feria de las miniaturas y los deseos.
Mientras camina entre esa masa de hombres, mujeres y niños, no puede dar crédito a toda la cantidad de miniaturas que ve, sin dejar de pensar en la razón por la que vino realmente: el Ekeko y el Yatiri.  Existían realmente estos personajes que mostraba la portada de la sección cultural del diario?  ¿Que extraña conexión había entre ellos y, sobre todo, cuál era la importancia de su presencia en esta cultura llamada andina? Su investigación de grado le daría las respuestas, por lo pronto sabe que un Yatiri es el puente hacia un conocimiento que ellos desconocen, la otra sabiduría según los Estudios Culturales. ¿Y el Ekeko?  ¿Un ser de carne y hueso? Simple alegoría antropo-morfa o quizás alguna deidad andina? Mientras observa todo ese conjunto de vajillas y esculturas de arcilla, piensa si acaso hubiera sido mejor abordar otros tópicos todavía inexplorados. Recordó a Mark Cox, quien estudio la emergencia de una literatura que denominó de la violencia, producto de la guerra interna que vivid en los años ochenta este país tercermundista.  Supo de su excelente calificación por el portal de la University of Pittsburgh, donde se graduó; y que unos meses después, escritores peruanos residentes en Columbia la colgaron en el Internet a través de la Web de Ciberayllu.
El frío invernal que empieza a caer con su manto oscuro sobre la ciudad, parece hacerle olvidar la razón principal que lo trajo a esta tierra de apus y wamanis. Agotado por el poco oxigeno vuelve al hotel que lo cobija, pasa la noche y despierta al día siguiente con un sol tibio que se filtra por la ventana. A las diez de la mañana está nuevamente en esa avenida que hace de mercado. Encuentra al igual que el día anterior, gran afluencia de personas preocupadas en la compra de objetos en miniatura que van desde chalets, autos modernos, computadoras, laptops, víveres, herramientas de trabajo, materiales de escritorio; incluso, pasaportes, certificados de propiedad y  -lo más sorprendente a{un-, títulos profesionales y diplomas de grado. Luego ve que se dirigen hacia una pequeña capilla, donde un Cristo escuálido atado a una enorme cruz de madera parece llorar ante una ola de feligreses, exponen su compra a cierto humo de olor agradable que brota de un sahumerio y se van con los rostros ahitos de alegría. Oye algo así como: los deseos se cumplen si tienes fe, mucha fe.
En medio de esa masa humana, esta vez observa con más cuidado la diversidad de objetos en miniatura. Casi todo es miniatura. Se sorprende al ver un diminuto BMW2-800 similar al que vio en la XVII Exposición anual de autos de San Francisco, un modelo que parecía hecho a escala. ¿Sueños por tocar la modernidad distante en esta fría y lejana realidad?
Casi al mediodía desanda por un cruce de la Av. El Sol. Alguien le interroga sobre lo que busca, y oye algo igual de inexplicable, pero intuye que encontrara algunas respuestas a sus innumerables preguntas. Entonces se deja llevar hacia un tendal saturado de extra-nos olores y brebajes. Sentado cerca de una mesita donde destaca un batracio dorado, una porción de hojas de coca y otros objetos usados en rituales nativos, un vejete de aspecto sencillo lo recibe en olor a alcohol y trajeado con indumentaria autóctona. Entre sus manos lleva la escultura de un hombrecillo rechoncho ataviado con una serie de enseres, que reconoce inmediatamente. Le estrecha la mano, y mientras se acomoda la bola de coca en la boca, le habla algo acerca de una cultura ancestral, de la Pacha-mama y de haber sido tocado por un rayo, signo del saber de la cosmogonía andina. Charles no entiende mucho como siempre, pero se extraña por el parecido que encuentra con los hechiceros de las casi inexistentes tribus norteamericanas. Hace tiempo que los problemas con Samantha no marchaban bien y, ahora, este Yatiri dice poder ayudarlo a cambio de unos dólares contantes y sonantes. Esta promesa, para él, imposible, le confirma que los habitantes de este pueblo viven en un estado cultural retrasado y que su filosofía transita la inicial etapa del animismo. Decepcionado, considera la posibilidad de internarse en la Amazonia peruana en busca de los nativos Jibaros que reducen las cabezas de quienes osan tocar sus fronteras. Además de estudiar los aspectos culturales de esas tribus, compraría sus trabajos de arte y los vendería como amuletos o souvenirs en cualquier ciudad de los Estados Unidos. Consideró los peligros, el tiempo y otros factores, y decidió quedarse.
Y luego de dos meses de estadía, de continuas platicas, pagos a la tierra, viajes, fotos y promesas de un pronto retomo, vuelve a su país. En el viaje, recuerda lo que vio, lo que no vio y las cosas que se llevó de este pueblito lacustre, y que muy poco se sabe en su país. Es su segunda oportunidad, tal vez la última, y razona en cómo era posible que un conspicuo estudiante de post grado hubiera desaprobado en la defensa de su tesis doctoral. Pero, al cabo de ese tiempo y haber visitado algunos pueblos de la región, ¿realmente pensaba como un habitante del primer mundo o se dejaba llevar por esa epidermis de yanqui enternecido con las costumbres, fiestas e incluso, la problemática económica y social de P.?  ¿O tal vez, en algún recóndito lugar de sus genes bullía sangre Apache o Powni, que lo ligaba de forma natural a los indígenas del altiplano peruano? Antes de avistar el aeropuerto de Massachusetts, abre la mochila y saca una Coca Cola de las dos que lleva; junto a ellas, un Ekeko arropado de alimentos y otros enseres esboza una sonrisa irónica, casi macabra según le parece. Al fondo, entre libros de información turística, cintas de video, cuadernos usados y una serie de papeles, un diploma en miniatura lleva su nombre con elegantes letras góticas que el lee en silencio: "Harvard of University. Charles Steam Goopalen. Doctor in History and American Civilization". Vuelve a leerlo y una feliz sonrisa se dibuja en su rostro.







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