La comarca de las alasitas
Luis Pacho
Los mayores van a la feria ritual a llevarse en pequeño lo
que quisieran
tener en grande; un carro, una casa, ropas de fiesta, ropas íntimas,
títulos profesionales, zapatos, y cargan con unción con
verdadera Fe lo
que está al alcance de la mano. Muchos compran un Eqeqo, patrón
de
la fiesta, rey inequívoco de los comerciantes, Dios de la alegría
y
heredero legítimo de los dioses del antiguo Perú.
(Antologia del Ekeko - Omar Aramayo)
Rodeado de cerros de regular altura y a orillas de un lago
plateado, el más alto y navegable del mundo; Puno, es una ciudad de calles
angostas, casas con paredes de adobe y techos de calamina, y muchas otras
construidas con ladrillo y cemento. Desde el aeropuerto de Ventilla, ubicado en
un extenso promontorio, Charles contempla embelesado la geografía que tiene
frente a sus ojos: el cielo copiándose en un extenso espejo de agua cristalina
surcado por pequeñas embarcaciones. Sabe que de ese lago, según la leyenda, habría
emergido la pareja mítica que fundó el imperio más grande de Sudamérica.
Lamentó que esa historia y cultura milenaria que anualmente atraía a cientos de
turistas, contrastara con el trafico desordenado y la cantidad de vendedores
ambulantes apostados en sus plazas, parques y avenidas. Abstraído, pero sin
perder de vista el paisaje, desciende en una combi, vehículo de procedencia
nipona que despide más hollín que comunicación con señales de humo de los
originarios Cheyennes o Siuox.
Luego de instalarse en un hotel céntrico de la ciudad, a eso
de las cuatro de la tarde ingresa por la bocacalle de la Avenida Floral, junto
a otros "crudos" como los conocen. Un mendigo le extiende la mano, el
no piensa en dar limosna, pero no olvida la recomendación del guía: estar
atento a cuanto ojo se pose en él. A esa hora, la avenida es un mercado
hacinado de compradores y vendedores. Ve que algunos vuelven con las manos
llenas, y otros, como el, caminan ansiosos como si buscaran algo que no
encuentran, y muchos solo preguntan los precios de los productos que se exhiben
en las hileras de centenares de puestos de venta improvisados a lo largo de la
calzada. En ese mar de gentes, destaca su figura espigada y su rostro albo y se
pregunta por qué tuvo que venir a estas tierras frígidas y lejanas, cuyos habitantes
recién parecieran sacudirse de su cascara
indígena. Por algún altoparlante escucha voces que lo llaman, palabras
ininteligibles que le hablan acerca de la buena suerte. Charles piensa
que algo de eso busca también. Piensa que tal vez en la superstición de estos pueblitos ignorados
hallara el refugio o la solución
a sus problemas. ¿Quizás alguna fuerza natural
lo trajo hasta aqui? El sabe que no, ocurre que desde hace varias décadas,
la universidad donde estudió ha
decidido sorber la savia vital del conocimiento en los tuétanos de América
Latina, el África meridional o algún rincón
inexplorado del Asia continental. El decidió por el Sur de América,
cuando se enteró por un informe del The New York Times que en los primeros días
de mayo, esta ciudad conocida como la Capital Folklórica del Perú, vivia el
climax de un acontecimiento singular en el calendario turístico: La feria de
las Alasitas o la feria de las miniaturas y los deseos.
Mientras camina entre esa masa de hombres, mujeres y niños,
no puede dar crédito a toda la cantidad de miniaturas que ve, sin dejar de
pensar en la razón por la que vino realmente: el Ekeko y el Yatiri. Existían realmente estos personajes que
mostraba la portada de la sección cultural del diario? ¿Que extraña conexión había entre ellos y,
sobre todo, cuál era la importancia de su presencia en esta cultura llamada
andina? Su investigación de grado le daría las respuestas, por lo pronto sabe
que un Yatiri es el puente hacia un conocimiento que ellos desconocen, la otra sabiduría
según los Estudios Culturales. ¿Y el Ekeko?
¿Un ser de carne y hueso? Simple alegoría antropo-morfa o quizás alguna
deidad andina? Mientras observa todo ese conjunto de vajillas y esculturas de
arcilla, piensa si acaso hubiera sido mejor abordar otros tópicos todavía
inexplorados. Recordó a Mark Cox, quien estudio la emergencia de una literatura
que denominó de la violencia, producto de la guerra interna que vivid en los años
ochenta este país tercermundista. Supo
de su excelente calificación por el portal de la University of Pittsburgh,
donde se graduó; y que unos meses después, escritores peruanos residentes en
Columbia la colgaron en el Internet a través de la Web de Ciberayllu.
El frío invernal que empieza a caer con su manto oscuro sobre
la ciudad, parece hacerle olvidar la razón principal que lo trajo a esta tierra
de apus y wamanis. Agotado por el poco oxigeno vuelve al hotel que lo cobija,
pasa la noche y despierta al día siguiente con un sol tibio que se filtra por
la ventana. A las diez de la mañana está nuevamente en esa avenida que hace de
mercado. Encuentra al igual que el día anterior, gran afluencia de personas
preocupadas en la compra de objetos en miniatura que van desde chalets, autos
modernos, computadoras, laptops, víveres, herramientas de trabajo, materiales
de escritorio; incluso, pasaportes, certificados de propiedad y -lo más sorprendente a{un-, títulos
profesionales y diplomas de grado. Luego ve que se dirigen hacia una pequeña
capilla, donde un Cristo escuálido atado a una enorme cruz de madera parece
llorar ante una ola de feligreses, exponen su compra a cierto humo de olor
agradable que brota de un sahumerio y se van con los rostros ahitos de alegría.
Oye algo así como: los deseos se cumplen si tienes fe, mucha fe.
En medio de esa masa humana, esta vez observa con más cuidado
la diversidad de objetos en miniatura. Casi todo es miniatura. Se sorprende al
ver un diminuto BMW2-800 similar al que vio en la XVII Exposición anual de
autos de San Francisco, un modelo que parecía hecho a escala. ¿Sueños por tocar
la modernidad distante en esta fría y lejana realidad?
Casi al mediodía desanda por un cruce de la Av. El Sol.
Alguien le interroga sobre lo que busca, y oye algo igual de inexplicable, pero
intuye que encontrara algunas respuestas a sus innumerables preguntas. Entonces
se deja llevar hacia un tendal saturado de extra-nos olores y brebajes. Sentado
cerca de una mesita donde destaca un batracio dorado, una porción de hojas de
coca y otros objetos usados en rituales nativos, un vejete de aspecto sencillo
lo recibe en olor a alcohol y trajeado con indumentaria autóctona. Entre sus
manos lleva la escultura de un hombrecillo rechoncho ataviado con una serie de
enseres, que reconoce inmediatamente. Le estrecha la mano, y mientras se
acomoda la bola de coca en la boca, le habla algo acerca de una cultura
ancestral, de la Pacha-mama y de haber sido tocado por un rayo, signo del saber
de la cosmogonía andina. Charles no entiende mucho como siempre, pero se extraña
por el parecido que encuentra con los hechiceros de las casi inexistentes
tribus norteamericanas. Hace tiempo que los problemas con Samantha no marchaban
bien y, ahora, este Yatiri dice poder ayudarlo a cambio de unos dólares
contantes y sonantes. Esta promesa, para él, imposible, le confirma que los
habitantes de este pueblo viven en un estado cultural retrasado y que su filosofía
transita la inicial etapa del animismo. Decepcionado, considera la posibilidad
de internarse en la Amazonia peruana en busca de los nativos Jibaros que
reducen las cabezas de quienes osan tocar sus fronteras. Además de estudiar los
aspectos culturales de esas tribus, compraría sus trabajos de arte y los vendería
como amuletos o souvenirs en cualquier ciudad de los Estados Unidos. Consideró
los peligros, el tiempo y otros factores, y decidió quedarse.
Y luego de dos meses de estadía, de continuas platicas, pagos
a la tierra, viajes, fotos y promesas de un pronto retomo, vuelve a su país. En
el viaje, recuerda lo que vio, lo que no vio y las cosas que se llevó de este
pueblito lacustre, y que muy poco se sabe en su país. Es su segunda
oportunidad, tal vez la última, y razona en cómo era posible que un conspicuo estudiante
de post grado hubiera desaprobado en la defensa de su tesis doctoral. Pero, al
cabo de ese tiempo y haber visitado algunos pueblos de la región, ¿realmente
pensaba como un habitante del primer mundo o se dejaba llevar por esa epidermis
de yanqui enternecido con las costumbres, fiestas e incluso, la problemática económica
y social de P.? ¿O tal vez, en algún recóndito
lugar de sus genes bullía sangre Apache o Powni, que lo ligaba de forma natural
a los indígenas del altiplano peruano? Antes de avistar el aeropuerto de
Massachusetts, abre la mochila y saca una Coca Cola de las dos que lleva; junto
a ellas, un Ekeko arropado de alimentos y otros enseres esboza una sonrisa irónica,
casi macabra según le parece. Al fondo, entre libros de información turística,
cintas de video, cuadernos usados y una serie de papeles, un diploma en
miniatura lleva su nombre con elegantes letras góticas que el lee en silencio:
"Harvard of University. Charles Steam Goopalen. Doctor in History and
American Civilization". Vuelve a leerlo y una feliz sonrisa se dibuja en
su rostro.